jueves, 31 de octubre de 2013

UN DÍA DE MUERTOS CUANDO ERA NIÑO

POR: OMAR ARCE

 

Como todos sabemos, PUERTO VALLARTA fue elevado al rango de ciudad en 1968. Sin embargo, siguió conservando las tradiciones, y su forma de pueblo chico hasta hace algunos años. Los invito a conocer ese maravilloso pueblo, al que intentaré transportarlos mediante el poder de la palabra escrita, situándonos todos a mediados de los años ochenta; cuando en el día de muertos, salíamos mi familia y Yo por aquellas calles, algunas empedradas y otras simplemente de tierra, y caminábamos juntos hasta llegar  a uno de los dos panteones que había, para depositar ahí nuestras ofrendas florales a nuestros fieles difuntos.

 

Todo comenzaba como a las ocho de la mañana cuando, ya preparados con lo que había qué llevar, mi familia y Yo salíamos hacia el panteón de RAMBLACES. Los adultos caminaban, pero a veces, los niños llevaban sus bicicletas y Yo me trepaba en los diablos de la de mi hermano para que me llevara. En el camino se nos unía más gente que salía de todas partes como nosotros, y el ambiente comenzaba a adoptar un aire de fiesta. Nosotros, como mucha gente, íbamos caminando; pero muchos otros iban en camionetas llenísimas de gente, y saludaban al pasar. Algunos llevaban su desayuno para el camino, y otros, llegábamos a las tiendas de abarrotes en cualquier esquina para comprar pan, dulces, jugos, refrescos y hasta tortillas para hacer tacos de queso y de frijoles. Recuerdo que para llegar al panteón de RAMBLACES, había qué cruzar el río, y eso me encantaba porque lo hacíamos caminando. Entonces, como éramos unos niños todavía, los grandes nos decían: "Si no dan mucha guerra por el camino, y se portan bien en el panteón, de regreso llegaremos a bañarnos al río". Pero todos sabíamos que ya los adultos llevaban preparada la excursión, por lo que nos portáramos bien o mal, de todas formas era seguro que llegaríamos a bañarnos de regreso.

 

Poco a poco caminábamos mientras el sol se alzaba, hasta que a lo lejos, comenzaba a escucharse el murmullo de los vendedores de flores y comida, la música, los cantos, los rezos y toda esta mística parafernalia, típica del día de muertos en los cementerios mexicanos. Ya desde afuera, incluso desde las calles aledañas, encontraba uno de todo y para todo, siempre y cuándo, todo fuera relacionado a la fiesta de los fieles difuntos. Cuando cruzábamos las puertas del panteón, aquello parecía más bien una plaza en plena fiesta patronal. En algunas tumbas había lloros por el ser que había fallecido, en otras había mariachis entonando alegremente las canciones que al muerto le gustaban, en algunas otras se rezaba el rosario católico y en otras, simplemente había silencio absoluto. Eso sí, casi todas las tumbas estaban adornadas con flores, coronas, y muchas de ellas con botellas de tequila y con la comida que a los muertos les gustaba. Las tumbas que daban más tristeza, según fue lo que oí, eran las que estaban adornadas con la indiferencia.

 

Llegábamos entonces hasta la tumba de nuestros muertos, y los adultos nos ordenaban que rezáramos algún PADRE NUESTRO por el alma de ellos. Así que nos sentábamos un rato, mientras rezábamos y bebíamos agua. Se pintaban las tumbas, se podaba alrededor y después, salíamos de aquel lugar para ir a bañarnos al río. Por la tarde, a eso de las seis, volvíamos a casa y mi madre encendía alguna veladora para los muertos, y se iba a la iglesia. Así acababa aquel dos de Noviembre que, para nosotros, siendo niños, era más bien como un día de campo.

 

Hoy que todos somos grandes, ya cada uno agarró su propio camino y solo nuestros padres, y el abuelo, siguen estas tradiciones aunque de forma un poco diferente. Ahora ya tienen carro, y se mueven rápidamente de un panteón a otro, pues son más los muertos a los que hay que llevar ofrenda. Un día de estos me doy una vuelta por ahí, para ver qué tanto han cambiado las cosas; porque si le soy sincero, la última vez que fui tenía 12 años.



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