lunes, 8 de agosto de 2011

ANTES DE MI DIVORCIO CON LA IGLESIA

Este año hará ya 25 de que hice mi primera comunión. ¡Sí! Aunque usted no lo crea, Yo, el que ahora reniega públicamente de la iglesia, hice mi primera comunión cuando era niño. La hice durante las fiestas patronales de la delegación donde vivía y fue un desastre.

Recuerdo que se me había dicho que, cuando el cura pusiera la ostia en mi lengua, tenía qué pegarla al paladar y por ningún motivo masticarla, sino empujarla con la lengua hacia adentro o en todo caso esperar a que se deshiciera en mi boca porque era Cristo mismo entrando a mi cuerpo. Pero el momento fatal en que el cura puso la ostia en mi lengua no fue tan mágico. Al instante, sentí ganas de vomitar, así que me saqué la ostia de la boca mientras estaba arrodillado frente a mi banca, (en aquellos tiempos la parroquia del pitillal tenía bancas de madera y por eso no podía uno dormirse a gusto como ahora que hasta tiene aire acondicionado) y luego me la volví a meter porque me llamaron la atención hasta que acabé masticando, haciendo pedazos con mis dientes al supuesto Cristo de la iglesia. Cristo que, por cierto, acabó más tarde en la letrina. ¿No es eso peor que masticarlo?

De ahí en adelante era de mandarnos a misa de niños, a mí y a mi hermano, todos los sábados a las ocho de la mañana. Ni protestar, porque de hacerlo, no habría dinero para ir al cine Juárez a la función para los niños. Pero volviendo al tema: Antes de la misa, salían unas monjas a cantar con nosotros y puesto que no cantábamos fuerte, algunos porque nos quedábamos dormidos y otros porque aún estábamos medio modorros, las monjas nos decían: “¡Canten fuerte! ¡Parece que no desayunaron!” Y es que, las muy ingenuas, no recordaba nunca que si la misa era a las ocho de la mañana nunca hubiéramos podido desayunar antes, sino hasta después, porque según las normas establecidas por no sé quién, (un marihuano seguramente) había qué comulgar en ayunas.

Luego llegaba el temible y regañón padre Hipólito, para dar su misa como si se la estuviera dirigiendo a ancianos en vez de a niños. Mientras el cura con su perorata, las monjas, se paseaban de un lado a otro de la iglesia para descubrir a los que se dormían y darles un pellizco para así de paso desquitar sus amarguras por no poder gozar de los placeres mundanos de la vida públicamente. ¡Vaya amor al prójimo! Hasta que a las nueve, llegaba la bendita hora de salir, cantando algo así como: “Adiós reina del cielo, madre del salvador; adiós oh madre mía, adiós, adiós, adiós”.

A mis 12 años se las hice efectiva y dije adiós de verdad y, agarrando mis canicas, me fui para no volver. Hoy que soy grande ya no mastico ostias, pero tengo la costumbre (mala costumbre para algunos) de seguir masticando los supuestos cristos de la iglesia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario